Una epopeya de amor by Miguel Zévaco

Una epopeya de amor by Miguel Zévaco

autor:Miguel Zévaco [Zévaco, Miguel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Histórico, Drama, Romántico, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1907-01-01T05:00:00+00:00


XXI - La última broma del tío Gil

MIENTRAS PASABAN ESTAS COSAS en la posada de «Los Dos Muertos que Hablan», en el palacio de Mesmes tenía lugar una escena grotesca y macabra al mismo tiempo. Y como los sucesos se precipitan, nos vemos obligados a conducir al lector sucesivamente a todos los teatros en que se representan actos de nuestro drama, pues, por desgracia, ni él ni nosotros gozamos del don de ubicuidad. Así, pues, en tres puntos distintos de París, en la noche que siguió al casamiento de Enrique de Bearn con Margarita de Francia, en aquella misma noche en que se desencadenó violenta tempestad, tres puntos solicitan nuestra curiosidad sin hablar del Louvre, en donde se celebraba una fiesta magnífica, de la que los anales de la época hablan como cosa realmente asombrosa, y sin hablar tampoco del palacio de Montmorency, en donde la súbita desaparición de los dos Pardaillán, había alarmado a sus habitantes, y ello sin hablar tampoco de varios rincones sombríos por donde cruzaban sombras que preparaban no se sabe qué cataclismo.

Los tres puntos antes citados, son la posada de Catho, que acabamos de dejar; la iglesia de Saint-Germain-L’Auxerrois, adonde iremos a las doce de la noche, y, por fin, al palacio de Mesmes.

El palacio del duque de Damville estaba desierto: Toda la servidumbre del mariscal, había sido trasladada a la calle de los Fossés-Montmartre. Había para ello doble motivo. El primero, y tal vez el más importante, era que Enrique de Montmorency temía un ataque de su hermano, y la visita de Pardaillán no había hecho más que acrecentar tal temor.

«Prevenido a tiempo», —se decía Damville—, «pude esperar a ese hombre a pie firme y apoderarme de él; pero ¿quién sabe si Francisco, llevado de la desesperación, no vendrá en persona a la cabeza de sus gentilhombres? ¿Quién podría prever el resultado de tal batalla? ¿O quién sabe, también, si me mandarán otro espadachín capaz de lograr el éxito apetecido?».

El segundo motivo era que al mariscal se le había confiado la vigilancia de todas las puertas de París, y se aprovechó de esta circunstancia para poner a sus propios hombres en la puerta de Montmartre.

Si se producía una catástrofe, si Catalina de Médicis estaba enterada de la conspiración de Guisa, como Maurevert había creído entender, o París fuera invadido por las tropas de las provincias, no tendría ninguna dificultad en huir por la puerta de Montmartre.

El palacio de Mesmes estaba, pues, abandonado. No obstante, aquella noche entraron dos hombres y hacia las nueve acababan de cenar en la cocina conversando amigablemente. Eran Gil, el digno intendente de Damville, y su sobrino Gilito.

—Otro traguito de este vino añejo decía Gil en el momento que penetramos en el palacio, y llenó el cubilete de Gilito, el cual se apresuró a vaciarlo, diciendo:

—Nunca bebí vino semejante.

Su cara estaba congestionada y los ojos le brillaban de placer. Estaba en aquel momento de la embriaguez en que todo se ve de color de rosa y antes de caer en



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